Agosto tocaba su fin y su último día se iba a llevar a Daniel al otro lado del mundo. No volvería hasta el próximo verano. Entonces me tendría que conformar con los recuerdos impregnados en algún rincón cercano al mar, recuerdos de largas horas juntos, de risas cómplices y de un beso tan fugaz como sentido… fue justo antes de que se fuera, a escasas horas de partir su vuelo.
Nuestros amigos merodeaban por el apartamento de Daniel y alguno ya había comenzado a bajar su equipaje por las escaleras. Solo quedábamos en el dormitorio Daniel y yo. Cuando me dispuse a salir noté un apretón en el brazo y él me indicó que le siguiera hasta que los dos nos metimos dentro de un armario de pared donde cabían unas tres personas de pie. Cerró la puerta para no que no fuésemos descubiertos.
Daniel iluminó el escondrijo con una bombilla que colgaba de un cable sobre nuestras cabezas y su luz mostró en el lateral dos estantes desgastados, en el de abajo había jerséis de manga larga y en el de arriba tan solo un sobre naranja.
Los brazos de Daniel se estiraron alrededor de mi cuello y su cuerpo se aproximó tanto al mío que al inspirar se juntaron nuestros pechos. Miré dentro de sus ojos y supe que lo iba a hacer, que estaba a punto de besarme.
Se acercó con lentitud y sus labios rozaron la curva que describía mi mejilla. Me quedé muy quieta. Después su nariz rozó la mía y noté que su cálido aliento olía a chocolate. Daniel tardó, pero al final me besó, siguiendo el contorno de mis labios con los suyos; luego me abrazó tan fuerte que cuando se marchó su abrazo aún estaba conmigo.
—Toma —dijo entregándome el sobre naranja del estante.
—¿Es para mí?
—No, es para los dos.
Al abrirlo encontré un décimo de lotería de Navidad.
—Todos buscamos la suerte, los de aquí y los que vienen de fuera, por eso la ilusión comienza en verano. Este es nuestro número, tuyo y mío. Prométeme que si te toca vendrás a verme y pasaremos las Navidades juntos. ¡Prométemelo, Sara!
Cuando Daniel partió rumbo a Indonesia sentí una burbuja ardiente crecer en mi interior. Tan solo la esperanza de que ese número impreso en un papelito cobrizo fuera uno de los agraciados me calmaba. Diciembre estaba a solo cuatro meses y el próximo verano a varios lustros.
El otoño llegó y una nueva luz tiñó mis recuerdos. Daniel brillaba más que nunca cuando su pelo resurgía del agua del mar y el sol centelleaba sobre su piel. Mientras, yo permanecía al lado de un pequeño calefactor de cuarzo con dos barras que intentaban calentar un salón de paredes empapeladas.
El invierno se aproximó más lento que cualquier otro año y, por fin, el 22 de diciembre se deshojó en el calendario. Aquella noche me costó dormir, así que decidí hacer la maleta para estar preparada y no perder tiempo. Pensé que Daniel se estaría despertando en una lejana isla a más de treinta grados y que, después de trabajar y de las horas que pasaba en el voluntariado, iría en busca del mar. Tenía que llevarme algunos bikinis y elegí dos muy claros para que no hicieran tanto contraste con el color de mi piel, que de tan blanca que la tenía parecía una hoja de papel con algún borrón azul en los dobladillos.
Sola, después del alba, me encontré enrollada en una vieja manta para que el aire que se colaba entre las rendijas de mi casa no me golpeara. Observé las bolas girar dentro de sus bombos y a los niños cantar los primeros números en la televisión. Delante de él, sobre la mesa de centro y al lado de la maleta, una vela iluminaba el número de Daniel, que se mantenía erguido gracias a una pinza metálica.
Si ganaba algún premio importante, pensé, lo dividiría entre dos, y de mi parte daría dinero a mi familia, ayudaría a una amiga que pasaba por un mal momento y entregaría un pellizco a la protectora de animales de mi barrio. Con el resto cumpliría mi sueño: viajar para volver a abrazar a Daniel.
Agarrada con fuerza a mi taza de café, con la esperanza de que su calor tibiara las heladas yemas de mis dedos, vi cómo se repartían algunos de los premios. Justo antes de que cantaran el gordo, el timbre de la puerta sonó. Me adentré por el pasillo que conducía al recibidor, así que no pude ver si el número sujeto con la pinza en mi salón coincidía con el que ocupaba toda la pantalla del televisor.
Era él, ¡sí! ¡Daniel estaba delante de mí! ¡Era él!
—Pero ¿qué haces aquí? —le pregunté exaltada, antes de lanzarme a sus brazos—. ¿Cómo se te ha ocurrido marcharte de Indonesia? Necesitabas el dinero, ¡necesitabas tanto ese dinero!
—Más te necesitaba a ti. Ya nos las arreglaremos.
—Pero Daniel…
Me acalló con un beso y me dijo:
—Tenía que hacer realidad un sueño que empezó en verano.